Tocar sin partitura, saltar sin red, caminar con los zapatos de siempre: hay ocasiones en las que somos nosotros en estado puro, sin corifeos que nos lleven ni aduladores que nos sigan, sin asas ni muletas. Algunos, a esas ocasiones, las llaman felicidad. Otros, más certeros, como Chesterton, en un artículo sublime¹, la llaman alegría.
Existe relación inversa entre el poder y la creatividad. En otras ocasiones he analizado el talento creativo que se malogra por entregarse a los estímulos de ambición. Quien hace de su actividad familiar o profesional una obra de arte será capaz de improvisar, acompasar su paso con el de los demás, mantener su posición y ceder inteligentemente. Y todo ese talento se debe a una cuidada preparación previa. Me explico: nadie nace sabiendo; quien toca sin partitura domina previamente la notación, el método o cuenta ya con la pericia. Impresiona ver el dominio de la técnica pictórica de un Picasso niño para luego avanzar con entera libertad por nuevos caminos lejos de sus comienzos, esta vez sin la seguridad que da seguir el camino trazado. La partitura se hace innecesaria cuando lo único que te importa es la música. En el camino de la vida vemos a personas capaces de improvisar eficazmente, de acertar con la palabra o la decisión. Su actitud ha dejado atrás conocimientos y cálculos precisos sobre las consecuencias de sus acciones: son los nuevos sabios, que aúnan conocimiento y acción, talento y calidad humana.
Se habla con cierta insistencia de -en mi opinión- burdo concepto de ‘desaprender’, que según la Academia, significa olvidar lo que se había apendido, aunque el uso lo ha llevado a nuevas acepciones más agresivas; es como si quisiéramos arrancar de nuestro inconsciente experiencias o modos de relacionarnos con la realidad que ya no nos sirven. El aprendizaje, así, sería una continua superposición de añadidos, impactos, en forma de conocimiento, experiencia o meras impresiones que a golpe de codazos se abren camino en nuestra memoria. Son precisamente esos aprendizajes antiguos los que nutren el campo de la memoria para permitir los nuevos conocimientos. No es necesario, en mi opinión, tirar nada conscientemente al cubo de la basura. El olvido se encarga de ello de forma conveniente.
Necesitamos en el panorama intelectual algo así como un ‘Elogio de la memoria’, al igual que llegó en los años noventa el Elogio y refutación del ingenio de José Antonio Marina (1992), premios Anagrama y Nacional de Ensayo (1992). Los anaqueles siempre listos de la memoria son a los que acudimos en busca de conceptos, ideas, metáforas, sí, pero también de comparaciones, adiciones, yuxtaposiciones y conectores lógicos. El que se dispone a ir por la vida sin partitura lleva ya la música en su interior y el talento junto con la memoria componen ese precipitado cuasimágico de la autenticidad. Porque, ¿qué persona puede decir en esta vida que no ha recibido siquiera ni un talento?, ¿quién no es consciente aún de la importancia de acrecer los talentos recibidos?, ¿quién puede albergar tanta soberbia de no saber que el talento también es fruto del trabajo y de las enseñanzas recibidas?
No. No es necesario desaprender; no es preciso desterrar nuestros aprendizajes tempranos o reinventarnos cuando aún no estamos inventados. La rueda no puede ser otra cosa que una rueda si realmente está llamada a serlo. ¡Un columpio que haga felices a los niños! Me diréis. Entonces, las rugosidades, el material, la válvula… no pasarían de meros accidentes decorativos, y a fe que hay muchas mejores opciones para ser sillín de un columpio que un neumático. Aristóteles, en fin, sigue teniendo razón.
Encajando los aprendizajes de la vida, incorporando los insights, trabajando duro en nuestros talentos, todo saldrá solo, con la naturalidad del genio y la humildad de héroe. Porque aumentar el valor del talento -hoy- solo es posible desde la naturalidad y desde la conciencia que da la humildad.
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¹ Chesterton, G.K. (1917), Ortodoxia, edición facsímil. Barcelona, 2005, editorial Alta Fulla, pp.163-185.