CON FRECUENCIA se afirma en la vida corriente que un niño ‘es muy maduro para su edad’. La madurez se ha convertido en uno de esos valores incontrovertibles ajenos a controversias que existen en otros valores o corrientes pedagógicas. Pero, ¿un niño debe ser maduro para su edad, o debe ser, ante todo, un niño? Veamos: La infancia es ese periodo único en la vida en el que el ser humano está en constante y creciente desarrollo físico e intelectual; es un periodo en el que aún no se han desarrollado los caracteres sexuales secundarios, propios de la adolescencia y en el que el niño se va socializando progresivamente. Es la llamada ‘edad de la inocencia’, en la que la fantasía, la ilusión en el futuro, la espontaneidad, campan a sus anchas por el mundo interior del pequeño. Ante un niño, los adultos enmudecen y los sabios más graves del mundo se vuelven tiernos. El célebre cuento de Tolstoi El poder de la infancia hace a un simple niño capaz de cambiar la opinión de una turba durante un linchamiento. Pero ¿no es menos cierto que, aun siendo una persona completa, aún en proyección, a un niño debe preparársele para la vida adulta? Y entonces aparece el maestro, la escuela, la tribu, la στοά,… una institución que enseña a vivir, que prepara para el futuro, que abre las mentes a los secretos de la naturaleza. Merced a la escuela y a la familia, el niño se cultiva (no olvidemos el prefijo latino que da sentido a la palabra cultura), y prosiguiendo con el símil agrario, madura, en tiempo, no en agraz. Nuestro poeta popular (por cierto, maestro rural), don José María Gabriel y Galán lo resumía en una quintilla memorable:
¿No te ha enseñado Natura
que toda flor que florece
prematura
si da fruto no madura
porque en abril envejece?
‘La madurez llega con la entrega generosa’, cito de memoria mis viejos apuntes del Bachillerato. Pero, ¿existe algún acelerador de la madurez?, ¿puede encontrarse algún elemento predictor de la misma? Algunos hablarán de la responsabilidad precoz; otros, del orden del nacimiento; los más, del contexto familiar o social. En esta época de pensamiento relativista en la que las teorías educativas que se contradicen, por arte de birlibirloque, se complementan, quiero colocar al talento como uno de los anunciadores de la madurez, como una de las variables independientes con las que se construye la ecuación de la persona completa. ¿Qué relación hay, pues, entre el talento (variable independiente) y la madurez (variable dependiente)?
Denomino madurez al estado del yo adulto, que piensa (memoria), sabe (entendimiento) y quiere (voluntad), configurado como persona-para-los-demás. Pues bien: a un mayor desarrollo del talento en edades tempranas, mayor madurez del individuo. La propia parábola evangélica de los talentos (Mt 25, 14-30) deja a las claras la necesidad de multiplicar los dones y ponerlos en valor. Enterrar el único talento recibido le vale una dura reprimenda del señor de la mies: “Siervo malo y negligente…”.
La teoría del profesor Juan Carlos Cubeiro de que, en estos tiempos de la historia en los que el talento es más escaso que el capital, afirma que la definición de talento ya no se ajusta a la definición que ofrecían las primeras acepciones del diccionario. El talento ya no es inteligencia, sino la puesta en valor de lo que uno sabe, lo que uno quiere y lo que uno puede. Aquello que no se pone en valor no es talento, volviendo al origen de la parábola: el talento está para repartirse, para ser multiplicado.
Los modernos talent-shows para niños han puesto precisamente en valor el talento de los jóvenes, pero únicamente desde el terreno artístico. No nos dejemos llevar solo por esta idea de talento: los talentos son múltiples, multiformes, de los que podemos destacar los siguientes, sin orden alguno de prelación:
- Talento ‘neurona’: capacidad para entrelazar conceptos, establecer un juego enriquecedor con los mismos y ofrecer soluciones nuevas y buenas ante un problema. Saber qué se sabe es tan más importante que saber.
- Talento ‘pincel’: capacidad para crear, para integrar virtuosamente en la vida alguna de las bellas artes. Tocar un instrumento con facilidad, interpretar una pieza musical, componer, pintar, escribir, construir… son formas de talento creativo.
- Talento ‘puente’: Capacidad para empatizar y simpatizar, sabiendo diferenciar ambos comportamientos, logrando la aquiescencia, la adhesión y la influencia positiva sobre los demás. Ahí radica el misterio de la felicidad: solo compartiendo es como se es feliz.
- Talento ‘almacén’: Conocimiento del mundo, de las corrientes científicas, históricas y filosóficas que lo informan, conocimiento y saber exhaustivo de las leyes que dicta una determinada disciplina. En una época que desdeña el saber memorístico, la memoria es el lugar adonde acudimos para llevara a cabo las tres acciones anteriores.
Estos tipos de talento tienen un denominador común: el talento se multiplica si y solo si se aumenta la capacidad para establecer relaciones con el entorno, es decir: con la realidad. Demos a los niños acceso a aumentar esas capacidades y estaremos aumentando la probabilidad de aquellos de vivir con mayúsculas, sin complejos de inferioridad, sin sentimentalismos o idealismos que lastren su desarrollo.
El gran educador Romano Guardini, al terminar la Gran Guerra, escribía con preocupación que
“Una de las más importantes decisiones para la juventud es si los jóvenes se van a convertir en meros soñadores, o por el contrario, tendrán la fuerza suficiente para abrirse camino en el mundo de lo real.”
La realidad es el campo de juego sobre el que se dan infinitas posibilidades para la creatividad, es decir: para establecer relaciones valiosas y duraderas con el entorno. Si la realidad es el campo de juego, el talento es la habilidad para sacar provecho -respetando las reglas del juego- al campo. Un excelente jugador de fútbol se somete a las normas del juego para realizar cientos de filigranas a pesar de las mismas. De lo contrario, escapar de la realidad intentando quedar por encima de ella conduce desde los primeros años al idealismo platónico que solo considera el mundo como ‘imágenes’ engañosas originadas por los sentidos y deja la puerta abierta al subjetivismo, y con él al relativismo del todo vale o de que una opinión vale tanto como otra.
El talento de un niño está constituido por los indicios de lo que puede llegar a ser, por las habilidades observables que pueden hacer de él, si se cultivan adecuadamente, una persona feliz, realizada. El talento de un niño es aquella capacidad que hace abrir la boca de admiración o mueve a la acción a sus compañeros, precisamente porque respetando la realidad, se perfecciona a sí mismo en ella sin crear mundo paralelos.
El talento puede cultivarse, sí, por múltiples vías (familia, escuela, actividades extraescolares, ejercicio físico, trabajo en equipo…), pero requiere aferrarse a dos actitudes: la primera, abandonar la idea de que solo tienen talento unos pocos. Los Mozart de cada generación, los que sobresalen en CI o los que, con el tiempo, llegan alto en la escala social o empresarial. El talento, si se cultiva, como la moneda griega de la parábola, puede multiplicarse. No olvidemos que el genio de Mozart vino, desde la infancia, condicionado por el entorno familiar y la disciplina de aprendizaje del piano desde los tres años. La segunda, reconocer con humildad que nuestros hijos no pueden tener talento en todo, y deben acostumbrarse al fracaso como parte consustancial de la existencia, junto con los logros, las alegrías y las tristezas. ¿Y qué es esto sino madurar, aceptar la realidad y establecer con ella vínculos proyectivos?
¿Qué niños educamos?, ¿qué buscamos cuando preparamos para la madurez?, ¿qué persona queremos?
Abraham Maslow enumera en una de sus obras menos conocidas, Más allá del ego, las características de la persona madura, de las que bien puede extraerse, al menos, un decálogo de comportamientos:
- Es capaz de vivir la realidad, vivir en realidad (no en fantasía).
- Tiene poder para aceptarse como es.
- Cuenta con espontaneidad de pensamiento, contraria al convencionalismo de pensamiento. la espontaneidad está basada en una profunda libertad que respeta también al otro.
- Le interesan más los problemas del propio yo, los problemas personales, más que otros problemas donde el yo no está determinado.
- La autorrealización le lleva a dos deseos que son asumibles y complementarios: necesidad de intimar y necesidad de estar solo.
- Es una persona con relativa independencia de su ambiente.
- Ha tenido experiencias profundas que han supuesto vivencias fundamentales.
- Tiene un profundo interés real por las personas.
- Es capaz de mantener relaciones humanas satisfactorias con alto nivel de profundidad.
- Su talante suele ser respetuoso y tolerante hacia otras creencias y opiniones.
- Distingue entre los fines y los medios o métodos que le llevan a ese fin. Disfruta mucho en los medios.
- Se da en ella una ausencia de hostilidad. Predomina en esta persona el sentido del humor.
- Es una persona creativa a todos los niveles.
- Es una persona acultural, no depende de una sólida cultura; se interesa por otras culturas diferentes y siente placer con cosas nuevas.
- Es capaz de amar y de ser amada con plenitud.
La persona madura pone sus talentos en valor y proporciona a los demás un modelo de comportamiento honesto y sin dependencias emocionales que pueden resultar palos sobre la rueda del correcto desarrollo del niño.
Y es en la infancia, esa maravilla de la que Chesterton se hizo eco en toda su obra, cuando se va a forjar la personalidad. Si cultivamos el talento, si damos valor a las capacidades que, ocultas y cubiertas de polvo, como el arpa becqueriana, moran en los rincones mentales de nuestros hijos, veremos con profunda alegría que ellos vivirán la vida de forma plena, siendo conscientes de sus capacidades para saber, crear, compartir y recordar, los cuatro elementos del talento que conducen a la puerta, ya entreabierta desde que nacemos, de la madurez.