Vamos por la calle, por la ciudad, por la vida… portando una máscara: la de la mentira. Nos vamos construyendo poco a poco un antifaz (¡qué denominación más acertada!) que no es más que una superposición de capas con las que nos ha ido bien en el pasado y con las que eludimos posibles agresiones de quienes no piensan como nosotros o están dispuestos a sacarnos los colores. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, la careta encubre nuestro complejo, nuestra cobardía y nuestro delito. Una máscara puede aceptarse cuando se representa un papel en el teatro, pero nunca cuando uno es el protagonista del juego de la vida. Una vida lograda está lejos de una vida ‘actuada’.

La expresión ‘quitarse la careta’ es de uso común en la política, en las relaciones humanas, en las luchas cotidianas: significa desprenderse de la mentira, de la falsedad y del hieratismo de una expresión que no es la auténtica, la genuina. Pero tampoco se trata de ser uno mismo cuando ese ‘yo mismo’ no es un yo maduro, entregado a una causa y educado para convivir en sociedad. Recordemos lo que opinaba Chesterton del hombre que ‘cree en sí mismo’, y que acaba siendo una caricatura egostista (y egoísta) de sí mismo.

¿Cuál sería, entonces, la recomendación? Caretas, no; saber estar, sí. Mentiras no; silencio, cuando la verdad desnuda no aporta más que humillaciones y conflictos, sí. De este modo, nuestra máscara de las mil capas, aquella que ha adquirido la forma de nuestra peor cara, irá desapareciendo, como un peeling de la voluntad al servicio de la convivencia.

La careta no solo disimula y cubre nuestra expresión facial, sino nuestra imagen pública: nuestras fotos y nuestra presencia en las redes sociales, los nombres y alias que adoptamos en internet para denunciar o incluso insultar (algunos, vil y cobardemente) bajo el amparo del anonimato. Una máscara que, por un lado da seguridad y por otro nos protege ante el mundo de nuestro pensamiento débil. Agredimos con cartas marcadas, dejando entrever la más pobre de las existencias, ayuna de actividad creativa y de valor (que es mucho más que valentía).

Recuerdo los días tristes de julio de 1996, cuando tuvo lugar el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco en Ermua (Guipúzcoa). Cientos de manifestaciones públicas por toda España clamaron contra el terrorismo. En una de ellas, la muchedumbre, unida por el dolor y la indignación, gritaba a los policías autonómicos allí presentes que se quitasen el pasamontañas, que había que perder el miedo a los terroristas. Y ellos, con lágrimas en los ojos, así lo hicieron.

El valor auténtico pasa por quitarse la careta. Por recuperar el verdadero rostro: el rostro de los hombres libres.