En ocasiones, la ambición ofusca la plena realización de las personas. El querer asirnos al qué dirán, a lo políticamente correcto, a las necesidades de un ego no suficientemente domado, ciega otras formas de desarrollo de la persona. Una permanente contención de nuestra creatividad, nuestros deseos, nuestra inventiva, nuestra capacidad para sorprender o el propio sentido del humor (el gran olvidado si de mantener el poder se trata) nos va agostando como la flor abrasada por el sol.
El poder ha sido objeto de miles de teorías, no solo desde la perspectiva política (polis, res publica, comunidad), sino también organizativa (empresa, universidad, dinámica de grupos). El poder se dirige a la toma de decisiones, que generalmente suele ser una decisión de entre muchas posibles. La libertad creativa, por el contrario, es la facultad para poner sobre la mesa todas las decisiones posibles e imposibles. Mientras el poder decide, la libertad propone. Las personas que ejercen el poder se mueven en el campo de juego de lo real, de lo espacial, de lo factible, y renuncian a su libertad por sumergirse en el ámbito del deber, unos y del oportunismo, otros. Las personas libres gozan abriendo nuevos campos con los conceptos y rehúsan dar explicaciones más que a su propia conciencia.
La corrección política ha paralizado la noble búsqueda de la verdad y mientras marcaba unos límites que no ofendieran a la mentalidad biempensante, ha condenado a la libertad y a su hermana pequeña, la libertad de expresión, al silencio impuesto por los popes de lo que debe y no debe decirse. Los intelectuales, los creativos, los que se hacen preguntas desde todos los sectores, no se manejan bien en los límites ficticios de la ética social puramente cosmética. Y el poder, en todos los niveles, se eleva a la categoría suprema, desde los estrados políticos a los medios de comunicación, desde la sociedad civil hasta las altas instituciones. Urge, pues, reivindicar la libertad de pensamiento como profilaxis ante el poder.