Los ojos son nuestro más inmediato vínculo sensorial con la realidad. Metafóricamente indican también el corazón, el alma humana, que se relaciona con el exterior. Los verbos ver, mirar, observar… nos llevan a emparejarlos por arte de magia con otros afines: analizar, sopesar, ponderar. Mirar es, efecto, relacionarse con esas dos luminarias de las que hablaron todos, desde Calderón hasta Neruda. No es extraño que uno de los primeros y brevísimos poemas del Cancionero de nuestro siglo XV español, leamos:

En Ávila, mis ojos,

dentro, en Ávila… 

Confundir al amado con tus propios ojos es afirmar que solo eres capaz de mirar al mundo mediante su persona, que se ha convertido en el mediador entre el mundo y tú.

Por eso, decir que debemos ir por la vida con ojos abiertos, limpios y curiosos es, según cada sujeto, una obviedad o un deseo. Nadie es tan inconsciente como para no haber abierto los ojos en algún momento de su vida, ante una cuestión que suscite su interés, ante una sorpresa o una decepción. La mirada del alma -los ojos del alma del ciego Manolo, al que me he referido en otra entrada- necesita ser proyectada con tres tipos de ojos, o mejor dicho: con dos ojos que tengan tres características.

OJOS ABIERTOS. La captación de los sucesos de nuestro alrededor debe producirse situando al máximo la sensibilidad, la antena, de nuestra capacidad perceptiva. Hay que evitar en todo caso una visión sesgada, parcial de la realidad y del mundo. Sí, es cierto que nunca tendremos toda la información, pero el pintor necesita un mínimo de paisaje para contemplar como paisaje y no como detalle. La visión paisajística de la vida nace de tener los ojos abiertos. «El ojo ve desde el corazón», sugiere el gran Romano Guardini. 

OJOS LIMPIOS. El mejor servicio a la verdad que podemos hacer es mirar sin prejuicios. En diversas ocasiones, en este mundo de las redes sociales, se ha alabado un gesto de nobleza o una frase certera que, cuando se ha sabido de quién provenía (un rival político en este caso), se ha convertido en crítica y desconcierto. La limpieza de los ojos con el colirio de la verdad, pasa por asumir la buena intención que late en el fondo de las cosas. Una mirada sucia, no solo en el plano lujurioso del término, sino in extenso en los múltiples prejuicios que nos acompañan a la hora de analizar una situación, no conduce más que a un juicio erróneo.

OJOS CURIOSOS. Unos ojos grandes y abiertos, limpios y alegres, no cumplen su misión si no están vivos, si no muestran su curiosidad, si no persiguen con su pupila infantil, como el objetivo de una cámara de avezado camarógrafo, los sucesos que sean dignos de mención. La curiosidad es la hermana pequeña del conocimiento, y forma simpática de entrar en los arcanos, los misterios y la ciencia del mundo. La curiosidad insana ya deja de serlo para cruzar a la acera de la morbosidad, del escrutinio oculto de vidas ajenas. Unos ojos curiosos que buscan el ¡oh! y el ¡ah!, no el ¡ea! ni el ¡huy! multiplican su brillo, potencian su alegría.

«Los ojos confiesan en silencio los secretos del corazón», dijo san Jerónimo.  La mirada, ese concepto amplio y lleno de significado que supone nuestra forma de relacionarnos con el mundo, manifiesta con la apertura, la pureza y la vida tres grandes trascendentales de la hoy maltratada metafísica: la unidad, la verdad y el bien. Y tener ojos abiertos, limpios y curiosos no es otra cosa que saber mirar. Hay que saber mirar para saber ser.

Los ojos que se abren ante una escena en el cine, ante una buena noticia, los que quieren aprehender la realidad para entenderla o amarla, buscan la unidad, la integración de nuestro ser con la realidad. Los ojos que brillan de puro limpios y que se irritan (pero no se ensucian) ante la verdad que a veces tienen que aceptar, y los ojos curiosos que nos llevan a encontrar nuevos descubrimientos cotidianos. Esos son los ojos que quiero para mí, que quiero para ti, amable lector.