Contemplando la obra de Julio Romero de Torres (1874-1930), recuerdo que en alguna ocasión escuché que el piropo más bello que, en algún lugar del sur, puedes decirle a una mujer, siempre que viva su madre, es niña. Antes de que la dictadura de lo políticamente correcto prohiba los piropos en toda España (perdón, en todo el Estado), me apresto a lanzar otro mejor, que más que un piropo, se atreve en sí mismo con todo un universo descriptivo, y es:
«Esta mujer es muy española.»
Vaya por delante que se trata este de un calificativo unisex; es decir, que sirve para ensalzar y engalanar las virtudes de un varón o de una mujer, indistintamente; pero creo en lo más íntimo (y esto no menoscaba la idea de España de Unamuno, Ortega o García Morente) que no es lo mismo ser español que ser española. Una española es un español pero en mujer, lo cual mejora mucho las cosas, como dijo alguien alguna vez refiriéndose mi hermana Carmen. Ser español, como establecía Julián Marías en un libro (1) que fue una de mis grandes lecturas de adolescencia, es un individuo que regresa de un viaje en avión y cuando el piloto anuncia que están sobrevolando Bilbao, ya se siente ‘en casa’. Dicho de otro modo: el adjetivo ‘español’, compendio de siglos de guerrillas y motines, de concilios y romances, de invasiones y de arte… bien puede aplicarse a una mujer con temperamento, que en su segunda acepción es la manera de ser de las personas tenaces e impulsivas en sus reacciones. Así, una persona temperamental reacciona ante la injusticia, se enerva ante cualquier agravio u ofensa al débil. El temperamento está presente en la historia de España y se hace paradigmático en la decisión de la peregrina Egeria, en el carácter de santa Teresa de Jesús, o en el arrojo de Agustina de Aragón.
Ser mujer a la española no es más -ni menos- que tener sangre caliente en las venas, que verter temperamento en las acciones que jalonan su vida. La copla nos lo recuerda permanente, machacona y eficazmente en el quejido lastimero de quien, sin perder la dignidad, más bien al contrario, reprocha, advierte, clama, añora, siente o declara, sin tibieza, ni pose, ni esmalte que consiga ocultar la verdad. Porque el temperamento es la cara más auténtica de la humanidad de la verdad, o de la humanidad que toda verdad encierra. La chiquita piconera (1930), cenit y rompeolas de toda la obra del gran pintor cordobés, guarda en su rostro -ella querría que impenetrable, pero se equivocaba- las ojeras de los celos, la tristeza de la falsa amistad, el beso de la mentira. La mujer española, ella sola, es capaz de levantar un país con la fuerza de sus ojos y la voluntad recia y dispuesta para huir de engaños, de indignidades, para llamar al pan pan y a las penas, silencio.
Pero, ¿es posible afirmar sin rubor que puede aplicarse un calificativo semejante a una mujer?, ¿no estaremos volviendo al idealismo nacionalista decimonónico tan criticable estos días?, ¿no estaremos haciendo del ADN colectivo una marca determinista y que desprecia la libertad del individuo como proyecto permanentemente inacabado? La atenuante a la que me acojo es únicamente estética: no todas las mujeres españolas son españolas en la acepción que da el calificativo, tan solo las que recogen el modo de ser y de estar de lo español en el mundo. Mujer temperamental de cantares y de coplas, de arte y rejoneo, de amargura contenida, como la del cuadro. Mujer que arrastra el peso de la fatiga y del trabajo, de la sumisión y de la rebelión, de la danza festiva y de la oración silenciosa.
Por eso, no os extrañéis cuando en un arrebato grite: «¡Española!» ante una mujer temperamental cuya vida, bien vivida, solo la hayan precipitado el amor y el sufrimiento.
1. Marías, J. (1987) Ser español. Barcelona: Planeta. 3ª edición