Existe en nuestra sociedad una moda, un modus cogitans relativamente reciente, que consiste en la consideración del fracaso como algo positivo en la línea biográfica de cualquier hombre de este aún incipiente tercer milenio. De este modo, el fracaso empieza a ser visto como sinónimo de experiencia o de conocimiento. Se habla de ‘aprender a fracasar’, de los ‘fracasos como vocación’, de la ‘necesidad del fracaso’ como edificador de la personalidad, con la absolutización del término fracaso como contraposición al de éxito, concepto este que se ha enturbiado con el envés de vidas rotas, sacrificadas al fulgor instantáneo.
Si el éxito no garantiza la felicidad, aspiración suprema del ser humano, ¿la garantiza el fracaso? Ante la sobreabundancia de éxito, quizá en su acepción más artificial, brillante, superficial,… aparece el fracaso como mecanismo de compensación igualitaria: He fracasado, luego he aprendido, parece ser el lema de esta corriente en el mundo psicológico y -quizá en mayor medida- empresarial.
También la comunidad científica ha valorado siempre los intentos fallidos, los ‘trial and error proccesses’ y el riesgo a equivocarse. El brillante profesor Jack Matson, de Houston, alentaba el fracaso entre sus alumnos, “cuanto más estrepitosamente, mejor” (sic). Pero una cosa es potenciar el fracaso y otra desviarse del camino del éxito artificialmente. El relativismo también ha llegado al mundo de los logros humanos, por lo que para muchos da igual triunfar en un campo que haberse quedado a medias. “¿Y lo que hemos aprendido, qué?”, se afirma sin vergüenza.
Detengámonos por un momento en el fracaso, que no deja de ser etimológicamente una ruptura, un despedazamiento tras una sacudida del oleaje. Un buque que se hunde es un suceso irreversible. La irreversibilidad es la característica principal del fracaso. A finales de los años noventa, el profesor Cencillo¹ aclaró ya que la propia noción en sí de fracaso es ideológica y no puede ser utilizada fácilmente cuando se habla de proyectos, incluso de vidas enteras. El fracaso stricto sensu no es, no puede ser, bueno. Potenciar, valorar y estimular el fracaso no debe ser un fin en sí mismo.
¿No será entonces que hemos confundido el contravalor del fracaso con los valores del esfuerzo, del tesón, del sufrimiento en la adversidad, de la capacidad para levantarse y seguir caminando?, ¿es bueno el fracaso como tal, sin haber integrado ese fracaso en nuestra peripecia vital y haber salido de él hacia nuevas rutas?, ¿son auténticas, por ejemplo, una fiesta de amigos para celebrar la ‘despedida de casado’ o una palmadita en la espalda por no haber llegado a una meta? En ambos casos, la confusión viene porque el fracaso desnudo no necesariamente llega por errores de la propia voluntad. Y entonces, ay, no puede haber escarmiento.
Ha caído en mis manos el discurso de ingreso en la Real Academia Española del insigne psiquiatra Carlos Castilla del Pino (1922-2009) que, con el título Reflexión, reflexionar, reflexivo, analiza, entre otras, las relaciones sujeto/objeto². Y es digno de mención en el texto el soberbio análisis del escarmiento como base (y en algún caso, sinónimo) del aprendizaje. “El escarmiento nos empuja a volver sobre nuestros pasos para analizarlos y evitar otro fracaso en el futuro”, asevera. Consideraciones ulteriores aparte, un fracaso sin escarmiento invalida de plano dicha acción y convierte el fracaso en esterilidad.
A veces el escarmiento llega cuando menos lo esperamos. Quizá podamos pensar que llega tarde, pero la esencia del escarmiento es precisamente que nos sirve para una experiencia vital posterior. El escarmiento se convierte entonces en fracaso inteligente, que permite integrar experiencias dolorosas o fallidas, aceptándolas e incorporándolas a nuestra propia vida. El hombre de hoy no debe magnificar el fracaso, sino el esfuerzo, la voluntad y la capacidad de superar las dificultades. Solo así podrá lanzarse a la búsqueda de un ideal, sin querer cortarse las alas antes de tiempo o, lo que es peor, conformarse con que ‘lo importante es el camino’. También, y sobre todo, la meta configura nuestros sueños.
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¹ Cencillo, L. (1998). “Aprender a fracasar”, en Alemany, C. (ed.), 14 aprendizajes vitales. Bilbao, Desclée, pp.43 y ss. ² Castilla del Pino, C. (2004). Reflexión, reflexionar, reflexivo. Madrid, Real Academia Española, pp. 17-18.