En la vida, todos nos vemos abocados, por profesión o vocación, a la difícil tarea de juzgar. El jefe juzga la tarea del colaborador, el padre juzga el comportamiento del hijo, el maestro juzga el grado de conocimientos necesarios que requiere el alumno. De todas las tareas, juzgar es la más difícil y para la que menos preparado se está. El evangelista san Lucas recoge el principio de prudencia en todo juicio: “¿Y por qué miras la mota que está en el ojo de tu hermano, y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo?” (Lc 6, 41).

El juicio, empero, es necesario. Decía la siempre sorprendente escritora Simone Weil que cuando se sabe que es posible matar sin arriesgar castigo ni reprobación, se mata. El juicio, es decir, la posibilidad de premiar o castigar a un hombre, es imprescindible si se quiere una sociedad moralmente justa. Otra cuestión distinta es juzgar todo, a todos y por todos. Julián Marías, interpretando a Ortega, hablaba de que un hombre libre solo habla de lo que sabe y si es necesario se sale voluntariamente de la masa para demostrar su conocimiento específico sobre un campo y luego vuelve a ella como si tal cosa. Por el contrario, el ‘hombre-masa’ orteguiano opina y sabe de todo, lo que le reduce inmediatamente a la indigencia intelectual.

Ante la profusión de programas televisivos basados en el juicio, a veces sin piedad, de interpretaciones musicales, manifestaciones culinarias y otras formas subjetivas de creatividad doméstica -los talent-shows o cooking-shows, entre otros-, el espectador delega en el experto el movimiento del pulgar hacia arriba o hacia abajo. Pero ¿debe juzgarse todo?, ¿quién determina la pericia para juzgar?, ¿está preparada la audiencia, es decir, el público que llena el circo, para disponer de la vida de un gladiador?

Para un docente, y esta es una sensación contrastada con muchos compañeros, la tarea más difícil y menos agradable de nuestra actividad es corregir. A veces titubeamos ante la calificación que merece una respuesta en un examen; dudamos incluso hasta en la décima de punto. Cuánto más debe de dudar un magistrado (magis=más) que aplica la ley y la interpreta, para no ser injusto. Porque, a decir de Platón, la obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo.

Los juicios ante los que nos sientan las circunstancias de la vida requieren de nosotros la virtud de la prudencia, la primera de las cardinales, que nos permite analizar con sentido común y decidir con el fin de elegir siempre el bien. La prudencia es la regla recta de la acción, escribe el Aquinate, y lo que para otros puede ser temor o pusilanimidad, para el prudente es, sencillamente, buen juicio.

No todos podemos juzgarlo todo ni todo puede ser juzgado. Juzguen solo los que sepan y solo aquello que una sociedad determine por ley. No evaluemos a los demás, basándonos en una falsa cultura del espectáculo, del talento o de la omnipresente y cursi ‘calidad total’; no analicemos con lupa de diez aumentos la creatividad, espontaneidad, cualidades artísticas o actos morales de nuestros semejantes. Reintegrémonos pacíficamente en la masa orteguiana pues al querer ser jueces de todo acabaremos siendo parte de nada. Mientras otros levantan su dedo acusador, usemos el nuestro para escribir garabatos sentados en la arena. 😉