Lo reconozco. Juego al parchís. Al parchesi, como decía mi tía Tecla (compruebo aliviado que parchesi se dice aún en lugares señalados). Y juego, sí, con la concentración y el asombro de quien sabe que se juega la vida en cada movimiento. Porque no hay un juego en el que el azar determine con tanta crueldad la rapidez de una decisión como en este. Como en la vida misma, no eres consciente del daño que puedes hacer ‘comiendo’ (a veces porque no tienes alternativa) a un jugador que no se lo espera. La frustración llega y, ante ella, solo caben el bufido resignado o la indignación vengadora, y ninguna de las dos salidas te lleva al tan gastado y tan joven mindfulness.
Un rector de universidad me confesaba que, en el ejercicio de su cargo, dedicaba los fines de semana a partidas encarnizadas de parchís con amigos para aliviar la tensión de su responsabilidad. Emociones como la angustia cuando no se obtiene en el dado el deseado cinco, la tranquilidad de quien llega a puerto seguro en alguno de los doce refugios del tablero, la incertidumbre ante los movimientos de los oponentes, la prisa que se convierte en desesperación cuando alguien te alcanza y te devuelve a casa… Quizá sea eso, el volver a casa, lo que más hastío y pesar me produce, no por el valor seguro de ‘casa’, sino por la pereza que inunda ese empezar de nuevo que desaprovecha todo el esfuerzo creativo previo malogrado al final.
Un juego que prima más la masacre del otro que la llegada tranquila a la meta, nada menos que con veinte puntos de avance frente a diez, deja muy poco espacio para la creatividad. Un juego en el que una barrera, como en los Sanfermines, permite un amontonamiento en el que todo está permitido, deja muy poco tiempo para la reflexión.
Ahí, entre las reglas estrictas, entre el sometimiento a la probabilidad y la tensión por las elecciones ajenas, puede brillar, como en un metro cuadrado de talento, la estrategia y la propensión al riesgo. En el juego conozco al yo que soy y al que quiero llegar a ser. Chesterton lo vio claro: la ortodoxia es, en realidad, el campo de juego de la libertad y la creatividad, porque es fácil ser creativo cuando no hay normas: el reto está en ser creativo superando a fortiori las propias. “No he venido a abolir [la ley], sino a dar cumplimiento.” (Mt 5,7). Necesitamos creativos que respeten las reglas de juego, que hagan aflorar su talento en la adversidad de una casilla del tiempo o del espacio.
Ser libre y creativo, precisamente en un espacio restringido, me trae a la memoria la celda diminuta en la que san Juan de la Cruz compuso su Cántico espiritual, el poema que más cerca ha estado del Absoluto. La creatividad necesita reglas, dimensiones, restricciones, para que se abra paso como una enredadera por la pared.
Todo lo bueno, desde siempre, se ha manifestado en la dificultad de elección en el marco de unas normas estrictas. Porque para elegir tan solo se necesita un dado. Todo lo demás – que es inmenso- es fruto de tu libertad.