Castillos, palacios, palacetes, casonas, fortalezas, quintas, cigarrales, alcázares… todo gran caserón que se precie debe contar con un fantasma. En función de las posibilidades de la familia, dicho fantasma tendrá unas características determinadas por la economía y la necesidad de salvar las apariencias. Porque no debemos olvidar que la misión principal de un fantasma es estar, es decir: hacerse notar, en especial a los visitantes, recién llegados y almas sencillas y asustadizas que vayan luego pregonando su existencia.
No está claro el origen de los fantasmas ni el porqué de su presencia. Una de las investigaciones más célebres por su originalidad fue el de la niña Sophie Albero-Castione, de Lugano, en Suiza, que en 1609, y aún en edad infantil, registraba con su hermano a escondidas las apariciones de un fantasma errante, e incluso conversaba con este. Tras más de cien apariciones, la niña afirmó rotundamente, y así ha sido contrastado por otros análisis posteriores, que muchos fantasmas quedan en el mundo hasta que hayan expiado algún crimen de gravedad (generalmente pasional) cometido durante su vida terrena. Mas no nos interesa en este artículo el motivo de su presencia entre nosotros, sino su clasificación y sus diferencias.
Tuvo que ser un escocés, ser Archibald McGregor el que primero pudo poner orden en las muchas teorías sobre los fantasmas, en un opúsculo publicado en 1892 por la Glasgow University Press, titulado «An approach to the taxonomy of ghosts». Este librito fue prologado nada menos que por el a la sazón catedrático de Física de la misma Universidad William Thomson. El nombre de William Thompson no dice nada a un hombre de cultura media del siglo XXI, pero si añadimos a aquel su título, que es el de Lord Kelvin, la cosa se pone al rojo. En efecto, fue lord Kelvin -que pasó a la historia por sus experimentos sobre la temperatura, el descubrimiento del Cero absoluto y la escala que lleva su nombre- quien advertía en su prólogo que:
No es posible concebir una teoría válida de la energía y del calor sin una referencia a esas criaturas espectrales llamadas fantasmas. Los fantasmas nos acompañan todos los años de nuestra vida como una presencia real, amigable, que requiere de atención constante, una atención cuasi infantil, que es la única contraprestación que nos piden por animar, en especial de noche, las largas horas del investigador.
McGregor establece las características del fantasma:
- Siempre está de buen humor. De nada sirven nuestros reproches y admoniciones.
- Necesita una atención desmesurada, que puede formularse matemáticamente como el cubo de la atención demandada en el promedio de los diez años centrales de su vida terrena.
- Se esfuerza en asustar a las personas de natural timorato, influenciable y débil.
Con respecto a su clasificación, McGregor divide a los fantasmas en:
- Fantasmas propietarios: Se les asocia a un recinto, del que no pueden salir, y que custodian con celo, en especial de noche o cuando el lugar está solo.
- Fantasmas errantes: Vagan por todo el mundo, y no siguen un rumbo fijo.
Hay quien piensa que los fantasmas propietarios (aquellos que moran en villas o monumentos determinados) son mucho más aburridos que los fantasmas errantes, no adscritos, que son los que vagan libres y quejumbrosos intentando asustar a todo el que se pone por delante. Nada más lejos de la realidad.
Yo os voy a hablar del mío, de mi fantasma. Trabajo desde hace años en un palacio-fortaleza construido en la segunda mitad del siglo XV, que ha sido, a lo largo de los siglos, palacio, tribunal, cárcel, ayuntamiento, periódico, centro juvenil, facultad de derecho y, actualmente, servicios generales universitarios. En los últimos años, nos ha correspondido ocupar la cuarta planta del mismo, por lo que ha habido numerosas noches en las que hemos tenido que quedarnos a trabajar hasta la madrugada. En una ocasión, creo recordar que en 2010, uno de mis colaboradores, al que pondré el nombre ficticio de Israel, escuchó unos ruidos guturales provenientes del fondo del pasillo. Y allí estaba él. Confieso que nos causaron más miedo los gritos, sonidos quejumbrosos que pretendían asustar, que el aspecto estrafalario del personaje. Nuestro fantasma se trataba de un ejemplar canónico de fantasma propietario. De mediana estatura, nariz aguileña (napoléonica, dijo alguien en su declaración posterior), y emitiendo destellos fluorescentes por todo el cuerpo cada vez que hablaba. En estos años, hemos conocido su nombre y apellidos: Don Luis de Arce, noble del siglo XVII, muerto con 32 años en un lance de honor -cuenta él- pero del que no hay vestigio alguno en las crónicas y archivos de la ciudad. Don Luis -donde hay confianza da asco- no nos deja tranquilos contándonos sus batallas y reclama para sí una constante atención mediante zalamerías y caras de niño bueno.
Con el tiempo, hemos trabado una excelente relación con nuestro fantasma, quien se ha acabado por convertir en un compañero más de nuestro equipo. Solemos respetar sus hábitos y excentricidades; nos ayuda a clasificar papeles y nos informa con precisión infinitesimal del tiempo que va a hacer al día siguiente. Pero su secreto, su gran secreto, que es también el mío, es que, cuando tengo alguna duda sobre el comportamiento o actitud de alguna persona conocida, Don Luis identifica, con claridad asombrosa, si detrás de esa persona hay un verdadero y genuino fantasma.