Dos palabras difíciles en un título de tres. Y, además, unidas. E, incluso, malqueridas últimamente, pues ¿quién, hoy, es capaz de sentarse ante un papel en blanco a expresar sus sentimientos por alguien?, ¿hay, por ventura, amantes que sean capaces de soñar con la reacción que sus palabras pueden despertar en quien las recibe?
Una carta de amor es una declaración de paz, una vuelta al mundo describiendo una trayectoria inversa a la de Phileas Fogg, dado que, en este caso, no sabes si vas a llegar a tiempo al punto de partida y la persona amada se va a haber esfumado. Con palabras de amor en el papel, ordenadas, pero incoherentes, decididas pero inciertas, las personas nos declaramos, precisamente porque declaramos que no tenemos nada que declarar en la aduana de la vergüenza.
De todos los géneros literarios, es el epistolar el menos conocido, el más cuestionado, quizá porque los sueños y las aspiraciones íntimas del que ama encuentran un tú real, nunca un lector imaginario, ante el que te juegas la vida a chorros, en esta ocasión, de tinta, que pueden ser, también, o por eso mismo, letales.
Un mundo que escribe y recibe cartas de amor es un mundo más pleno, más elevado y menos agresivo, porque no existe la agresividad en quien imagina y plasma de forma amable, o sincera, o expresiva, o angustiada, o expectante, siempre bajo la batuta de una pluma vacilante ante la incertidumbre del otro, ante la inmensa soledad del que escribe porque ama.