Recuerdo mi primera clase impartida fuera de España, al pie de las Montañas Rocosas. Tras la presentación preceptiva y amable que de mí realizó el director del departamento, y cuando me disponía a tomar la palabra, tres manos se levantaron de entre los alumnos asistentes:
-¿Por qué ha decidido venir aquí?
-¿Qué espera usted de nosotros?
-¿Qué diferencias hay con el sistema educativo de su país?
No había empezado a enseñar cuando ya había preguntas que educadamente mostaban un interés a mi juicio extraordinario. ¡Perfecto! -Me dije, o, al menos, me intenté decir– Estoy ante personas con verdadera iniciativa.
Y recordé súbitamente la Ratio Studiorum de los jesuitas de 1599, primer compendio pedagógico verdaderamente moderno, que propugna una genuina educación integral mezclada con la formación del carácter, el respeto a la individualidad y la visión positiva del mundo. En pocas palabras, solo si enseñamos a pensar a nuestros jóvenes, como cuatrocientos años después apunta el informe Delors, podremos llevar a efecto la gran aspiración de aunar teoría y práctica, pensamiento y acción, conocimiento y emoción.
Esta magna aspiración ya ha sido asumida por numerosos países, en los que, y no por casualidad, la tasa de emprendimiento es superior. En un momento crítico de nuestra historia, hemos de analizar cuáles son las causas que pueden llevar al éxito y al progreso social a pueblos y naciones. La capacidad emprendedora es, sin duda, una de ellas.
La tasa de emprendimiento (TEA) -calculada por el Global Entrepreneurship Monitor- se define como la proporción de personas de 18 a 64 años que están involucradas en la actividad empresarial, ya sea como empresario principiante o como propietario-gerente de un nuevo negocio. Los resultados resultan sorprendentes, puesto que los países con mayor tasa de emprendimiento no son, precisamente, economías impulsadas por la innovación, sino por la necesidad. Pongo el caso de Vanuatu (52,2%) o Bolivia (39%). Primera pista: emprender tiene que ver con querer salir de una situación anterior no deseada.
La segunda pista que me aventuro a dejar caer, como las miguitas de pan por el camino, es typical Spanish, y se trata del miedo al fracaso; así, como suena. El recientemente presentado Libro blanco de la inicitiva emprendedora en España, elaborado por ESADE y promovido por la Fundación Príncipe de Gerona, afirma que los principales condicionantes a la hora de tomar la decisión de no emprender en España son el miedo al fracaso y la aversión al riesgo. En el caso del primero, el informe destaca que el 45% de las personas encuestadas en España tiene miedo al fracaso. Y si a eso le sumamos que, en nuestro país, el índice de popularidad del emprendedor no llega a la mitad, frente a Estados Unidos o Francia, el problema está servido.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la educación? Si analizamos sin prejuicios los sucesivos sistemas educativos podemos concluir que es muy difícil potenciar la voluntad, la iniciativa, la creatividad o las virtudes características de las personas emprendedoras sin ofrecer al estudiante un anticipo de lo que, seguro, supone la actividad empresarial para todo aquel que la lleva a cabo: mucho esfuerzo y muchas dificultades. Si introducimos en el menú educativo diario el valor del esfuerzo, del mérito individual, de la capacidad de lucha contra la adversidad y de cierta carencia de recursos que nos haga permeables a nuevas posibilidades que, precisamente, la superabundancia no trae consigo, nuestros futuros emprendedores habrán dado un paso de gigante: sabrán que hay que moverse, que no hay que esperar la ayuda pública para hacerlo todo, que hay que investigar el mejor sector para lanzarse… en definitiva, aprenderán a pensar en medio de un entorno de carencia, que –reconozcámoslo– para un emprendedor debe ser su atmósfera habitual.
Un emprendedor debe estar levantando permanentemente la mano, para preguntar o para aprender, sin miedo, sin complejos de ninguna especie. En España, los problemas ambientales de la economía y siempre que exista un buen esquema de pensamiento, harán aflorar ideas, proyectos, visiones, métodos de trabajo y organizaciones nuevas y necesarias. Tan solo debemos quitarnos esa porción alícuota de miedo al fracaso que, según algunos, llevamos en los genes. Pensar y hacer, verbos cuya conjugación no es fácil ni segura, pero ¿acaso no es esto la vida?